Grandes Mentiras de la
Historia de Pedro Voltes.
Que uno la palme no significa necesariamente que le vayan a dejar en paz (al menos en este mundo terrenal). Son numerosas las ocasiones que las personas, casi siempre movidas por un exceso de admiración o de animadversión, no permiten que los restos de un finado descansen tranquilamente, convirtiendo su muerte en una odisea peor aún que la que pudieran pasar en vida. Aquí van algunos ejemplos.
Máscara mortuoria de cera de Oliver Cromwell
Oliver Cromwell, político
y estadista inglés, tiene el mérito de ser el culpable del único periodo de
república que ha tenido la siempre muy monárquica Inglaterra. Murió en 1658 de
causas naturales y fue enterrado con honores en la abadía de Westminster, pero
cuando la monarquía recuperó el poder quisieron cobrárselas todas juntas.
Desenterraron el cuerpo y fue arrastrado con un trineo por las calles de Londres
para luego ahorcarlo. Al anochecer lo descolgaron y fue decapitado (cuentan que
necesitaron ocho hachazos).
Cabeza de Cromwell. La nariz dicen que la rompieron cuando lo
descolgaron del patíbulo.
Su cuerpo se arrojó a un foso y su cabeza, clavada
en una lanza, fue subida al tejado de Westminster donde permaneció expuesta
durante... ¡veinticuatro años! En 1685 una tormenta hizo que cayera y un guarda
real la cogió manteniéndola oculta hasta que en 1710 apareció en un espectáculo
de curiosidades. La cabeza siguió cambiando de manos pasando por un actor, un
joyero y una exposición hasta que finalmente, en 1960, la cabeza fue
discretamente enterrada en los jardines del Sydney Sussex College.
Jeremy Bentham.
El filósofo británico Jeremy Bentham (1748-1832)
donó al morir todas sus posesiones al University College Hospital de Londres
aunque puso una extraña condición. A cambio pidió que su cuerpo fuera
embalsamado y de esta manera presidiese todas las reuniones de la directiva del
hospital. La fortuna de Jeremy debía de ser importante pues el hospital accedió
a ello montando en una urna de cristal el esqueleto vestido con sus ropas y
sujetando su bastón preferido.
Su cabeza fue sustituida por una réplica de cera y
así de este modo, Jeremy estuvo presidiendo las reuniones durante noventa y dos
años.
Charles O’Brien, un irlandés que medía más de dos metros y que a mediados del siglo XVIII pasaba por ser el hombre más alto del mundo, se había enterado de que un científico llamado John Hunter codiciaba su cadáver para incluirlo en su museo particular. Para evitar caer en las manos del científico, Charles lo dispuso todo para que su cuerpo fuera colocado en un féretro de plomo y arrojado al mar. Sin embargo, cuando el gigante irlandés murió, John Hunter logró sobornar a sus enterradores y se hizo con el cuerpo al que hirvió para preservar su esqueleto.
Durante siglos se ha expuesto en el Royal College
de Londres compartiendo vitrina con el esqueleto de una pequeña siciliana que
medía medio metro de altura.
James Scott, duque Monmouth e hijo ilegítimo de Carlos II de Inglaterra fue decapitado en 1685 acusado de rebeldía, en una ejecución que necesitó cinco golpes de hacha. Sin embargo, antes de ser enterrado y sin que se sepa de quien fue el "capricho", se tomó la decisión de que debía de realizarse un retrato del duque para que legase sus rasgos a la posteridad.
De este modo, se le volvió a coser la cabeza al
cuerpo para poder pintar el retrato que aún se conserva.
Un caso mucho más reciente es el de Albert Einstein. Al parecer, la noche que se diseccionó el cadáver del científico, decenas de personas acudieron a contemplar el cuerpo del genio y, según palabras del oftalmólogo personal de Einstein, "cada uno agarró lo que pudo". Él mismo confesó haber cogido los ojos que todavía conserva en una caja fuerte y que de vez en cuando contempla.
El cerebro también sufrió una odisea de más de
cuarenta años para terminar convertido en 240 pedazos que se repartieron entre
varios científicos de todo el mundo..
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